sábado, 25 de agosto de 2012

Merca, merca, merca.... merca en el Mercado












Recuerdo que a mis cinco o seis años una de las canciones de Plaza Sésamo que más me gustaba era la referente a las compras en el mercado, y su inicio era el título de esta entrada.

Desde que tengo memoria, mi abuela, acompañada usualmente por mi tía, hace las compras generales de la semana en el mercado San Miguelito, que queda relativamente cerca de mi casa. Lo de comprar en el mercado y no en los recientes y consumistas "súperes" es una tradición de generaciones por ambas partes  de mi ascendencia: mi bisabuela y mi bisabuelo de parte materna fueron comerciantes en el marcado de Santa Ana (y luego, sólo mi bisabuela en San Salvador) y mi abuela paterna lo es todavía en el Mercado San Nicolás de San Miguel.

Eso sí, que yo sepa, nunca vendieron lo que actualmente compramos: Ellos vendieron ropa campesina: sombreros, delantales y prendas de manta (de hecho, creo que mi bisabuela conoció y les vendió a varios indígenas de la masacre de 1932, aunque no estoy segura) y ella vende lácteos (de ahí viene mi adicción por casi todo tipo de queso, crema, requesón, cuajada, etc)

Lastimosamente, yo no heredé el gusto por la costura ni por el comercio. Pero regresando a mi relato de hoy: en la época que antes he citado, me encantaba ir al mercado con mis superioras. Tenía una simpática canastilla típica de colores que usaba para ayudar a cargar las cosas más pequeñas, como los chiles y la cebollas en sus bolsitas, y otras verduras que no corrieran riesgo de aplastarse cuando en mi entusiasmo infantil llevaba mi canasta a todo volar colgando del brazo.

Mi parte favorita era (además de deleitarme con todas las formas y colores de los alimentos y de ver el lugar tan enorme y lleno de "laberintos") llegar al puesto legendario de refrescos, donde alguien me compraría diligentemente una horchata, una cebada o una bolsa rebosante de agua de coco duce y refrescante. Mi madre solía ir si iba yo, pues las otras dos no podrían con el esfurzo de comprar, hacer las cuentas y vigilar a una pequeña (literalmente) inquieta y curiosa en un lugar atiborrado de gente y vendedoras gritando.

También, en una de estas visitas, recibí la primera impresión de la pobreza y tuve mi primera lección de sensibilidad. Recuerdo que, estando con mis papás cerca del puesto del pollo, mi madre me tocó el hombro y señaló hacia mi derecha. 

Sentada humildemente en las gradas sucias y un tanto lodosas, una pobre mujer pedía monedas, vestida con harapos. Al principio me dio un poco de miedo, un instante nada más, porque mi madre me dio una moneda de colón y me dijo "Andá dásela". Feliz de tener algo que hacer, me acerqué con pasitos torpes y se la di. La mirada de agradecimiento y la dulzura de su bendición serán siempre un recuerdo bonito; mi inocencia y falta de prejuicios evitaron que le tuviera asco, lástima u otro de esos sentimientos que a medida que crecemos nos hacen, al final, evitar hacer algo por quienes más lo necesitan.

La costumbre de ir al mercado y mi emoción de llevar mi canastita se esfumaron poco a poco, pero no totalmente, como comprobaría un par de veces este año y especialmente hoy, donde se me presentó una decisión ineludible: O iba yo con mi tía, como dueña y señora para comprar, o iba mi abuela con ella en bus; mi madre salió con rumbo a Morazán a las siete de la mañana. 

Diez años después de mis aventuras iniciales, lo correcto era evidente.

Así pues, batallando contra todos los temores mentales que aparecieron, di mi veredicto terminante y lo puse en práctica: "Espérese; hágame la lista y dígame cuánto vale cada cosa, y yo voy con ella, pero usted ya no está como para andar en bus" dije, con la haraganería dándome guerra y los espíritus de hija única consentida protestando por todas partes.

Bajando todos los santos del cielo e invocando las once mil vírgenes para que no nos pasara nada en el camino, para que me salieran las cuentas y nadie me hiciera "jaranilla" y para que se me quitara mi pena irremediable a la hora de comprar, regatear (si acaso) y pagar (y no me tocara la regañada de mi abuela, típica cuando algo sale mal, que incluye angustia, sentencias un tanto fatalistas y cierta violencia psicológica) me fui con mi tía, con la cartera de "niña grande" sujeta en mi antebrazo.

Cruzamos calles, subimos al bus, nos bajamos, cruzamos más calles y llegamos al fin. Me sentía un poco desorientada, pero hice de tripas corazón, porque ahí nadie me iba a estar chinchineando y tenía que defenderme bien. 

En esas situaciones es cuando siempre salgo medio maravillada de los resultados que obtengo, porque sale la parte de mi carácter que siempre reprimo y que niego cuando  mi madre me dice convencida: "Es que vos tenés un carácter bien fuerte, no creás". Es tal el cambio que no me reconozco, porque normalmente no me considero una líder... pero de pronto, cuando me pasa esto, todo el mundo me toma en serio.

Y gracias a mi líder escondida, pude decir cuando llegué a mi casa "misión cumplida, excelente, outstanding!", porque además de cumplir escrupulosamente con lo especificado en la lista, compré un dólar extra de fresas y ¡traje vuelto de más!


2 comentarios:

  1. ¡Ahora lo entiendo todo!: la adicción por los lácteos explica su color.

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  2. Que dulce relato, bueno conocerte a través de estas lineas!! Me agrado mucho. Saludos

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