miércoles, 21 de noviembre de 2012

Gaza...











Alguien puede decirme…

¿Alguien puede decirme cuándo perdimos nuestra calidad de humanos? ¿O si es que alguna vez la adquirimos? Es que simplemente no puede ser...

No puede ser que la vida se pierda a fuerza de piedras, metrallas y bombas y los cuerpos inocentes queden reducidos a carne molida.

No puede ser que se invierta el tiempo planificando diagramas y estrategias para nuevas campañas políticas y que vivamos pensando en  por quién vamos a votar en las próximas elecciones  y quejándonos de “qué cara está la vida”

Pregúntenme por dónde quiero empezar, la verdad es que no lo sé; no porque haya montones de posibilidades, sino porque me siento rabiosamente impotente. ¿Es posible tanta inmisericordia como para volarse a pobres almitas nocentes en medio de la mayor estupidez que el hombre ha podido inventarse?

¿Qué hacer, Dios Mío, qué hacer, para que los israelitas se den cuenta, para que la humanidad se de cuenta, no, para que el género humano, porque ya no nos puedo calificar de humanos con humanidad, se dé cuenta de que la guerra es la mayor repugnancia que se pudo inventar en la historia, que el dinero pierde su valor si se pelea por él, que el poder no es más que una simple pócima embriagante que crea máscaras, transforma voluntades y alimenta egos?

Usualmente no leo los periódicos. ¿Por qué? , me preguntan.

Pues resulta que ODIO ver noticias en las que sólo se habla de muerte, dolor, guerra, destrucción y estúpidas peleas que no tienen ningún sentido.
No pido un mundo perfecto. Creo que ni siquiera “Un mundo feliz” plantea un mundo realmente feliz. Al final de cuentas, la perfección es subjetiva. Y si me pongo a hablar de un mundo en el que todos nos amemos como hermanos de corazón, van a decir que Disney me lavó el cerebro y que deje de soñar, tal como probablemente le dijeron a John Lennon con Imagine.

La verdad es que sí, ver películas de amor y amistad nos hace pensar “qué bonito”,  nos hace querer quedarnos ahí para siempre para poder huir de la realidad. Lo admito. ¿Pero qes que esta realidad no se puede transformar? ¿O es que en realidad no QUEREMOS transformarla?

Si bien es cierto que Disney nos sirve para escapar, también nos puede servir para soñar y agarrar ideas del mundo que realmente queremos, una manera un poco menos fantasiosa de lo que podría ser el mundo.

Es francamente insoportable ver la fotografía de cuatro niños muertos.. qué digo cuatro, quién sabe cuántos han muerto ya en Gaza, envueltos en tela blanca y con los ojitos dolorosamente cerrados, a la par de otros que deliran manchados de sangre que les mana de las heridas.

Pregúntenme también por qué escribo esto. Quizás sea la única manera  en la que me desahogo y a la vez siento que estoy haciendo algo.
Quizás sólo sea indignación pasajera y también yo vuelva al círculo de la resignación y la pasividad  con la que vivimos los eventos que suceden internacionalmente y que no son bonitos, pero que como no nos afectan a nosotros, se nos olvidan.

Quizás yo también tenga miedo de que nadie me escuche, o de que una vez pasada la indignación, si ya me escucharon, no sepa qué hacer para seguir lo que comencé..

O de que me ignoren, así como ignoran las voces de los que se atreven a pedir un cambio, así como censuran  las peticiones de ayuda, los gritos de indignación.

Y  la justificación ante todo eso a veces es que se hace todo “En nombre de Dios”….

sábado, 25 de agosto de 2012

Merca, merca, merca.... merca en el Mercado












Recuerdo que a mis cinco o seis años una de las canciones de Plaza Sésamo que más me gustaba era la referente a las compras en el mercado, y su inicio era el título de esta entrada.

Desde que tengo memoria, mi abuela, acompañada usualmente por mi tía, hace las compras generales de la semana en el mercado San Miguelito, que queda relativamente cerca de mi casa. Lo de comprar en el mercado y no en los recientes y consumistas "súperes" es una tradición de generaciones por ambas partes  de mi ascendencia: mi bisabuela y mi bisabuelo de parte materna fueron comerciantes en el marcado de Santa Ana (y luego, sólo mi bisabuela en San Salvador) y mi abuela paterna lo es todavía en el Mercado San Nicolás de San Miguel.

Eso sí, que yo sepa, nunca vendieron lo que actualmente compramos: Ellos vendieron ropa campesina: sombreros, delantales y prendas de manta (de hecho, creo que mi bisabuela conoció y les vendió a varios indígenas de la masacre de 1932, aunque no estoy segura) y ella vende lácteos (de ahí viene mi adicción por casi todo tipo de queso, crema, requesón, cuajada, etc)

Lastimosamente, yo no heredé el gusto por la costura ni por el comercio. Pero regresando a mi relato de hoy: en la época que antes he citado, me encantaba ir al mercado con mis superioras. Tenía una simpática canastilla típica de colores que usaba para ayudar a cargar las cosas más pequeñas, como los chiles y la cebollas en sus bolsitas, y otras verduras que no corrieran riesgo de aplastarse cuando en mi entusiasmo infantil llevaba mi canasta a todo volar colgando del brazo.

Mi parte favorita era (además de deleitarme con todas las formas y colores de los alimentos y de ver el lugar tan enorme y lleno de "laberintos") llegar al puesto legendario de refrescos, donde alguien me compraría diligentemente una horchata, una cebada o una bolsa rebosante de agua de coco duce y refrescante. Mi madre solía ir si iba yo, pues las otras dos no podrían con el esfurzo de comprar, hacer las cuentas y vigilar a una pequeña (literalmente) inquieta y curiosa en un lugar atiborrado de gente y vendedoras gritando.

También, en una de estas visitas, recibí la primera impresión de la pobreza y tuve mi primera lección de sensibilidad. Recuerdo que, estando con mis papás cerca del puesto del pollo, mi madre me tocó el hombro y señaló hacia mi derecha. 

Sentada humildemente en las gradas sucias y un tanto lodosas, una pobre mujer pedía monedas, vestida con harapos. Al principio me dio un poco de miedo, un instante nada más, porque mi madre me dio una moneda de colón y me dijo "Andá dásela". Feliz de tener algo que hacer, me acerqué con pasitos torpes y se la di. La mirada de agradecimiento y la dulzura de su bendición serán siempre un recuerdo bonito; mi inocencia y falta de prejuicios evitaron que le tuviera asco, lástima u otro de esos sentimientos que a medida que crecemos nos hacen, al final, evitar hacer algo por quienes más lo necesitan.

La costumbre de ir al mercado y mi emoción de llevar mi canastita se esfumaron poco a poco, pero no totalmente, como comprobaría un par de veces este año y especialmente hoy, donde se me presentó una decisión ineludible: O iba yo con mi tía, como dueña y señora para comprar, o iba mi abuela con ella en bus; mi madre salió con rumbo a Morazán a las siete de la mañana. 

Diez años después de mis aventuras iniciales, lo correcto era evidente.

Así pues, batallando contra todos los temores mentales que aparecieron, di mi veredicto terminante y lo puse en práctica: "Espérese; hágame la lista y dígame cuánto vale cada cosa, y yo voy con ella, pero usted ya no está como para andar en bus" dije, con la haraganería dándome guerra y los espíritus de hija única consentida protestando por todas partes.

Bajando todos los santos del cielo e invocando las once mil vírgenes para que no nos pasara nada en el camino, para que me salieran las cuentas y nadie me hiciera "jaranilla" y para que se me quitara mi pena irremediable a la hora de comprar, regatear (si acaso) y pagar (y no me tocara la regañada de mi abuela, típica cuando algo sale mal, que incluye angustia, sentencias un tanto fatalistas y cierta violencia psicológica) me fui con mi tía, con la cartera de "niña grande" sujeta en mi antebrazo.

Cruzamos calles, subimos al bus, nos bajamos, cruzamos más calles y llegamos al fin. Me sentía un poco desorientada, pero hice de tripas corazón, porque ahí nadie me iba a estar chinchineando y tenía que defenderme bien. 

En esas situaciones es cuando siempre salgo medio maravillada de los resultados que obtengo, porque sale la parte de mi carácter que siempre reprimo y que niego cuando  mi madre me dice convencida: "Es que vos tenés un carácter bien fuerte, no creás". Es tal el cambio que no me reconozco, porque normalmente no me considero una líder... pero de pronto, cuando me pasa esto, todo el mundo me toma en serio.

Y gracias a mi líder escondida, pude decir cuando llegué a mi casa "misión cumplida, excelente, outstanding!", porque además de cumplir escrupulosamente con lo especificado en la lista, compré un dólar extra de fresas y ¡traje vuelto de más!


sábado, 21 de abril de 2012

Un "gancho" al hígado

















Nota importante: Tómese en cuenta el hecho de que al momento de escribir esta nota, la ira, el shock y el dolor de la autora respecto al tema. La nota se ha conservado tal cual para preservar su esencia original. Se respeta cualquier crítica constructiva y amable por 
las emociones expresadas.


Primeros días de enero, 2012

¿Qué mejor manera de iniciar el año que marca el veinte  aniversario de los Acuerdos de Paz que derrumbando una obra originaria del lugar donde se firmaron? ¿No les parece una idea genial?

Puede que Monseñor Escobar Alas no se haya parado a pensar en las consecuencias de una orden tan inaudita. Puede incluso que no se diera cuenta de la… aberración que se forjaba en su mente. Puede que haya perdido la conciencia y la cordura por un minuto; precisamente en el instante en que las palabras salieron de su boca. En cualquier caso y como sea, la regada que ha cometido sobrepasa los límites de lo creíble.

¿En qué cabeza cabe, señores y señoras, destruir la obra de un artista, de un pueblo, sin siquiera dignarse anunciárselo? Más aún, de un día para otro y frente a las miradas estupefactas de los transeúntes y reporteros y cámaras que llegaban presurosos a documentar la hazaña:  los mosaicos de Catedral Metropolitana, convertidos en casi un ícono de salvadoreñidad y en proceso de ser Patrimonio Nacional, siendo brutalmente arrancados, destrozados y echados sin compasión en una montaña de ripio inservible.
Incluso una, que se enteró gracias a la precisión de las cámaras de TV, se estremecía, parada y muda de indignación ante semejante espectáculo.

Las imágenes trascurrieron una tras otra, y sin haber puesto la noticia desde el principio, yo intuí perfectamente la magnitud de lo sucedido.

Ah, pero lo mejor vino a la hora de escuchar las disculpas de nuestro alado representante católico. Si antes me quedé en shock con las imágenes, ahora lo quería ahorcar. ¿Lo que dijo? Se estaba disculpando por no haber avisado a don Fernando Llort de la muerte de su obra. Sí, señor hay que disculparse de no avisar que se va a cometer un crimen pero no del crimen en sí.

Las protestas se han dejado ver en todo su esplendor. Dicen que ni Goyito (es decir, Mons. Gregorio Rosa Chávez) justifica semejante metedura de pata; y la verdad es que la razón que dio nuestro arzobispo no puede ser más absurda: “Es que se le estaban cayendo algunos mosaicos”. Tomen nota: si, por ejemplo. la pintura de su casa se está descascarando, manden a despintar la casa entera o mejor, derrúmbenla.

Es muy posible, y casi necesaria, la destitución de Monseñor por su error garrafal. Le ha dado a nuestra gente, especialmente al pueblo de La Palma, a don Fernando Llort (lo admiro por que no le de un infarto) y a la cultura nacional, un gancho (o llave, en términos de lucha) al hígado.

Y personalmente, pienso que ya es hora de que le den a Don Goyito el puesto que se merece después de tantos años.


jueves, 12 de enero de 2012

Aventuras e incursiones de la Sra. Ardilla en el comedor...

(Escrito el 23 de diciembre)



Hola, queridos bloggers. Espero que estén disfrutando del ambiente que reina estos días: estamos ya a escasas horas de Nochebuena-

Sin embargo, en contra de lo que la tradición aconsejaría (es decir, hablar de este tiempo de Paz, Amor, Santa Claus, Jesús, regalos, etc), esta entrada no es precisamente navideña. Es simplemente, una recopilación de acontecimientos graciosos relacionados con una roedora que asecha cerca de mi casa (el título lo explica de forma clara y concisa). Así que, sin más preámbulos, vamos al grano.

Asalto Primero
(Todas sus intrusiones se realizaron cerca de las diez u once de la mañana)
En la casa se respira la tranquilidad (a veces un tanto relativa) de siempre. La anciana y venerable abuela está sentada cómodamente en algún lugar de la cocina, leyendo. De pronto, oye un golpe plástico. Extrañada, alza la cabeza y se encuentra con la Sra. Ardilla, quien, aprovechando la quietud y la falta de vigilancia, se ha introducido sigilosamente a través de la ventana y ha saltado hacia la panera que está encima de la mesa, provocando el sonido.
Estupefactas ambas, abuela y ardilla, se miran fijamente durante una fracción de segundo antes de reaccionar como corresponde. La abuela, naturalmente, trata de espantarla. La Sra. Ardilla brinca hacia la mochila de viaje de la nieta que cuelga inanimada del respaldo de una silla; es arremetida de nuevo por la señora y reconoce la derrota, emprendiendo la huida por el mismo lugar donde se había metido.

Asalto Segundo
A la mañana siguiente, el pequeño mamífero deja en claro que no está dispuesto a rendirse tan fácilmente. Esta vez actúa con más cautela, decidido a no dejarse ver tan pronto. Motivada (según mi humilde opinión) por la fugaz visión de la fruta existente el día anterior, y gracias a ello contando con un objetivo, aterriza esta vez sin ruido alguno en el anaquel contiguo a la ventana donde los guineos esperan su destino final. Con sumo cuidado procede  cortando un buen trozo y pelándolo, mas ¡oh desgracia!, su cola, tan necesaria para el equilibrio pero en ocasiones tan inoportunamente larga, la ha delatado ante los ojos de la abuela. Profiere ésta la exclamación de ¡ARDILLA!, suficiente para ahuyentar a la aludida.
La Sra. Ardilla brinca de nuevo hacia fuera, huyendo por su vida; eso sí, procurando llevarse su botín, obtenido con tanta planificación. La suerte está en su contra, sin embargo, y en uno de sus saltos la preciada comida se desliza de entre sus patas, quedando sin remedio en una de las gradas del patio para infortunio de nuestra protagonista.

Asalto Tercero
Alentada valientemente por la consigna de “la tercera es la vencida” (además de su hambre evidente), la Sra Ardilla ataca de nuevo, a menos de cinco minutos de su último intento. Desgraciadamente, no obtuvo una recompensa por perseverancia: la abuela, ya repuesta de la sorpresa última relacionada con la animalita, y sin siquiera pensar en ello, aparece casualmente en el radio circundante, y la atrapa  in fraganti cuando la pobre, inclinada ya sobre su banquete  de consuelo por la pérdida de su guineo y con dientes y patas listas, se disponía a hincarle los incisivos a  la apetitosa papaya amarilla.
Mi ancestra, entonces, divertida pero ya un tanto exasperada, da la voz de “¡ANIMAALA!”, con lo cual la Sra Ardilla efectúa su última desaparición hasta ahora.

Sin embargo, a pesar de la falta de indicios de una próxima aparición, hemos tomado las medidas que hemos considerado más prudentes: los guineos y los plátanos fueron guardados en la refrigeradora, así como también la papaya, ya partida. La madre de mi madre planea darle un escobazo si se aproxima a la puerta; era la única vía posible de acercamiento ya que las ventanas permanecieron cerradas permanentemente (hasta que el sofoco se hizo inaguantable). La casa está algo paranoica, pero en cualquier caso, le doy las gracias a la animalita por introducir una nota jocosa que está presente a causa de sus travesuras.